El corazón negro

Moví las piedras para sacar el pequeño fragmento de tela azul que Ana había dejado escondido en la playa.

Había seguido sus instrucciones: debajo del muelle de pescadores, junto a una barcaza roja que decía "La cruz", estaba un montón de piedras de río, todas planas y grisáseas, que no llamarían la atención en la arenosa playa, llena de otras piedras amarillas y guijarros más grandes, de apariencia de tezontle.

Pero debajo de esas piedras de río, que Ana seleccionó cuidadosamente, para hacer una especie de casita o refugio, que aún así dejó un poco desprolijo, estaba envuelto un fragmento de tela azul y una carta escrita a lápiz, pensada en que la fuera a recoger aquella tarde, antes de que llegara la marea.

Ana pudo haber colocado la carta en mi buzón, en lugar de poner las instrucciones para recoger el mensaje verdadero, pero ¿qué chiste había en eso?

De todas formas nos gustaban los juegos y las historias complicadas. Desde siempre.

Saqué la tela azul marino que servía como envoltorio de mi carta y de un dije: un cuarzo café con un corazón negro.

Tenía incluso un espacio para pasarle una cadena. Estaba valorando cómo colocarlo antes de leer el mensaje de Ana.

Pensaba qué, si la carta era triste, quizá ni siquiera tendría que conseguir una cadena. Podía dejar la piedra de corazón negro entre los guijarros o tirarlo al mar.

También podía regalarlo a los niños que vendían baratijas en la playa. Quizá se lo daría a algún turista.

Todo eso pensaba mientras apretaba la carta de Ana con la mano, sin animarme a leerla, sabiendo que el grafito se borroneaba contra el papel y se iba volviendo una mezcla espesa, difícil de entender.

Yo tampoco entendía muy bien las cosas. Desde la tarde de ayer Ana había estado muy misteriosa, callada. Se quedaba mirando al espacio como si viera algo lejos de mí.

Recordé entonces la tarde en que nos conocimos, las chicas en bicicleta, los perros que sacaban a pasear en el Malecón, los turistas con sobreros y sandalias, a pesar de que soplaba el viento frío del norte.

Nos conocimos en el mes de febrero y ella tenía un vestido amarillo, llevaba el cabello suelto y una bolsa de tela con un delfin.

No sé por que años después recordaba el delfin y no distingía bien si era su sonrisa o la del delfin la que recordaba: esos dientes pequeños y blancos se cunfundian en mi memoria.

Ana, la que ayer ya no sonreía, y esa Ana del vestido amarillo eran dos Anas diferentes.

Porque el tiempo nos vuelve distintos, nos emborrona, nos confunde.

La piedra de cuarzo es café, pero tiene el corazón negro.

En el fondo yo sabía que esa carta era una despedida, pero ella lo hizo así porque siempre nos gustaron los juegos, hasta el último momento.

No sabía si tendría el ánimo de leer las palabras de grafito. Ni sabía si quería conservar el dije. Lo guardé en la bolsa del pantalón y vine a escribir de esto.

La carta sigue allí, en mi otro bolsillo.

Seguramente ya subió la marea.

D.




Actos de magia

No sabía bien como escribir esta entrada.

Supongo que todo debería de empezar... por el principio, cuando conocí a O.

O. me hizo pensar que me quedaban algunos trucos bajo la manga y me hizo replantearme, ¿hay suficiente magia en mis días?

Y es que ante un horizonte gris y desolado de boletines de prensa (el entra y cuchillo, salen las tripas de las tareas cotidianas en la redacción) no sonaba mal retomar ese emocionante gozo de escribir.

De vivir, también.

Pensaba yo en eso, hace un momento lo pensaba.

Hasta que O. como en cualquier acto de magia, desapareció sin dejar huella. O dejando una huella, pues, pero también una sensación de vacío que me hizo mirar detrás de la cortina, ver el entramado de alambres, luces y cuerdas con el que se ha estado sosteniendo este escenario.

El teatrito que es todo.

Salir a escena, ejecutar tres pases (siempre los mismos) y evitar las preguntas, porque ¡qué incómodo, qué triste, que vacío! Descubrir que no hay magia, ni sombrero con conejo, ni nada.

O. desapareció y me dejó un enero muy triste, muy vacío, extrañador, que remató con la invitación de mis compañeros de generación para reunirnos y recordar los "viejos buenos tiempos de la universidad" (?).

Bueno, yo no tuve de esos. Tuve muchos sueños que iban volando todos directito a Guanajuato, donde me imaginaba mi vida idílica. Pero todo ha ido saliendo de forma diferente a como lo pensé, con tropezones y golpes de suerte, sin que ninguno de esos eventos mágicos se cumplieran.

Así que ya puestos a explorar en los sacos de arena, los contrapesos que nos mueven, las poleas que nos hacen girar y disminuyen la fuerza, estoy acá diseccionando el corazón para ver en qué momento me he perdido el truco.

No quiero pensar que esos diez años se desaparecieron, pero tampoco los explico bien, están  desestructurados. Quisiera contarlos como actos, como crecimiento, como evolución.

Ya los ordené por "trabajos" y "relaciones"; solo me falta ordenarlos por color y por palo de la baraja".

Supongo que sí tuve unos años de corazones y otros años de diamantes. No sé distinguir mis años de trébol y mis años de pica.

¿Y ahora?

Ahora tengo un cajón en donde los pies me salen por la cabeza y la cabeza por donde debían estar los pies. También tengo la lengua en un nudo.

Imagino que O. no quería nada de eso. Sólo quería sacar flores de la manga o a lo mucho un pañuelo de colores de la nariz.

Necesito un libro para desentrañar estos secretos que se me embrollan. O quizá unas vacaciones junto al mar.

Cualquier cosa estuviera bien. Todo sea para no seguir en la caja de la mujer dividida, con los pies en la cabeza y un puño en el corazón.

D.

Compota de palabras (1)

Salgo del restarante. Afuera, un hombre siniestro me sigue con paso descompuesto. Su olor a vino es evidente. Se acerca a mi por detrás y su garganta ofrece una voz apagada: ¡Callate, pendeja! Clavo mis uñas, horrorizada, en su mano que me tapa la boca, para impedir mi grito.

Aprovecho que sus reflejos son torpes y dando un paso atrás lo piso. Mi reacción no es la que esperaba: se desconcierta. Me suelta un instante. Corro, huyendo hacia la noche.
Aún  estoy aterrada y mi corazón no se detiene en su marcha acelerada. Ya he pasado muchas cuadras y sigo corriendo, hasta que el dolor en mis piernas me vence. ¿Dónde estoy? Ni siquiera reconozco esa calle.

1. A. me regaló un frasco con palabras magnéticas. Para hacer ejercicios tiré varias sobre la mesa para articular un relato.

Esto salió.

24 cartas de despedida

Soy mala para despedirme. Siempre pienso que hice demasiados aspavientos o que por el contrario, me quedé corta y no alcancé a reflejar la magnitud de la pérdida.

Nuestra vida está tan llena de adioses, incluso parece que desde que nacemos ya empezamos ese largo largo sollozo que es dirigirse hacia la muerte.

Y luego todo se vuelve tiempo de golondrinas y lágrimas.

No hay nada que no llegue a un término.

Por eso, mientras trataba de buscar materiales para darme a conocer con un colega a través de un recuento de mi material escrito me topé con las 24 cartas de despedida que le escribí a G.

Resulta que me despedía cada mes de G. porque ante mi incapacidad de decirle como me sentía, cada mes tomaba un día o un tiempo para dedicarle cartas de amor y desesperanza.

No sé si son 24, la verdad sólo vi un montón de artículos en una carpeta que decía el inocente nombre de "Cartas" y noté que todas eran para él.

Tampoco me animé a abrirlas.

Son recuerdos agridulces, quizá sea mejor que se pierdan o que queden para los biógrafos (Ja) o que simplemente se queden allí, donde no le hacen daño a nadie.

Ya no me despedí de G. Simplemente cambió nuestra relación. Cambiamos nosotros.

Ahora puedo hablarle sin que me duela. Y ya ni siquiera me despido de él.

Finalmente todos nos despediremos de manera definitiva y abrupta en algún momento.

Tantas cartas de despedida que nunca llegarán.

Y tantas que ni siquiera son necesarias, porque el cariño permanecerá o se desvanecerá más allá de nuestros intentos de ponerlos en palabras, de darle cierre o carpetazo.

También ayer A. me pidió que borrara un comentario y por casualidad comencé a leer algunos de los que han pasado por este blog. Claro, me encontré la entrada de Y. Aunque tuvimos una despedida fue tan amarga que me hubiera gustado borrarla.

Ahora no, la dejé allí.

Porque cambié, cambiamos. E incluso esas despedidas que nos dejaron marcados y que representaron en realidad el fin de una época no se pueden llamar "definitivas" porque nos queda vida.

24 cartas de despedida. Tantos pretextos para seguir escribiendo. Sólo porque el tema del adios parece inagotable, como el dolor, el mar, las lágrimas, la muerte, las migraciones de las golondrinas.

D.

La langosta

La langosta (The Lobster, 2015) es una película que aborda el tema de la soledad desde la ciencia ficción, en una sociedad en la que es inaceptable vivir sin pareja. (Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia).

En el principio, conoceremos a David, Collin Farrell, quien al quedarse soltero de manera repentina, se ve en la necesidad de mudarse a un hotel donde será obligado a convivir con otros solteros con la finalidad de que encuentren a su "media naranja" en 45 días, con la amenaza de ser convertidos en animales si no logran el cometido de ser socialmente útiles (emparejados).

Evidentemente las parejas deben ser hombre/mujer y cualquier otro esquema es visto no sólo con suspicacia, sino con franco interés de exterminio.

David (Farrell) puede elegir en que animal se convertirá: en el hotel les dan ese privilegio, así como el de pasear y convivir de manera ordenada y con una serie de actividades aprobadas para propiciar la cercanía de las futuras parejas.

Ante la perspectiva de ser convertidos en animales algunos individuos deciden hacer trampa y hacer creer a los otros que ya encontraron a su pareja, aunque en realidad tengan que fingir intereses o someterse a rutinas que odian: todo con la finalidad de pasar el serio escrutinio social y encajar en la sociedad.

La otra alternativa a ser animal o emparejarse es aún más oscura: escapar al bosque y vivir como paria, eso sí, renunciando a toda esperanza de encontrar pareja: los solteros son una especie de secta que permiten abrazos, pero no mayor intimidad, por ser un grupo en auténtica rebeldía al sistema estricto de emparejamiento existente.

Confrontado entre sus limitadas posibilidades, Farrell tendrá que elegir la que parece mejor, con lo que incluso creará una duda en el espectador. ¿Hay espacio para el amor en este mundo distópico? ¿En alguna de las opciones utilitarias que se nos presentan, es posible amar?

Perturbadora y violenta, de un modo extrañamente pausado, es una cinta que te provoca risa nerviosa al verla y horas de reflexión después.

Cuatro de cinco estrellas.

D.

Una mujer que caminaba sobre las vías

Se llevó a cabo la fiesta de fin de año de la oficina en la calle de Ferrocarril de Cuernavaca. La verdad yo no ubicaba mucho el rumbo, pero...