Esta semana aprendí en la oficina (si, siempre estoy aprendiendo cosas en la oficina, aunque muchas veces no tienen que ver con la vida profesional) que hay que escapar de los catálogos. De repente. Sin saberlo, sin notarlo, estoy endeudada, debido a la gran cantidad de cosas seductoras que (lástima) no puedo estrenar, ni usar, ni sé...
Pedí demasiadas cosas que no usaré, por la sencilla razón de que no puedo recordar ni siquiera donde las dejo.
Lo que si tengo que recordar es pagarlas. Claro, de eso nadie me exime. Llegan bonitas bolsas, con templetes de marcas de cosas que se veía genial puesto en una modelo preciosa y brasileña, pero que en mi podría ser una caricatura de barniz, un disfraz, una careta.
Creo que pocas personas se conflictuan tanto como yo al ver un catálogo. Por un lado, el interés de sentirse adaptado, a la moda, genial, de ejercer el poder de compra que me da el trabajar.
Por otro lado, el remordimiento de conciencia, la culpa, el despilfarro, el vacío posterior al quedarse sobre un montón de bolsas vacías y notas de compra.
Esta es la semana del catálogo en la oficina.
Yo otra vez, entendí que siempre saldré perdiendo mientras no sepa decir que NO.
D.
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4 comentarios:
¡Yuju!
¡Alguien me entiende!
Gracias por hacerme sentir normal.
Yo también ya me resigné. Nunca saldré librada de las intenciones de vendimia de una mujer con un catálogo en la mano, mientras no aprenda a decir que no.
Aunque para qué me hago. Ni trabajo me cuesta. Hasta me brillan los ojitos cuando veo un catálogo nuevo sobre mi escritorio.
Mmm... a mi varias veces me has dicho que no.
Oh sí... los catálogos.
Yo sólo sucumbo ante los de lencería.
Mar:
Somos hermanas del mismo dolor...
Anónimo:
No, no, no, no, no... ya está marchita la margarita, que en el pasado he deshojado yo.
Pequeña saltamontes:
Sucumbir es un verbo bonito.
D.
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