Tengo miedo de olvidar hasta tu nombre

Mientras nos alejabamos grité su nombre -¡Raymundo!- y ella dice que si volteó.

Cuando ella notó que estaba en la mesa de junto se estresó. Su rostro fue digno de una fotografía. Perdí el momento Kodak.

Ella me explicó.

-¡Lo conozco! Ahorita te cuento... cuando se vaya.

Pero él no se fue. Se quedó. Y no sólo eso, con él fueron llegando otros amigos. Así que ella tuvo que contarme, con él en la mesa de junto.

- Es una de esas personas que conforman tu personalidad. Creo que muchas de las cosas que soy ahora se las debo a él.

Estuvimos charlando largo rato, de vez en cuando salían frases o hechos que tenían que ver con él.

- ¡Por ellos, aunque mal paguen!
- ¡Por ellos, aunque te den la espalda!
- ¡Por ellos, aunque te ignoren!
- ¡Por ellos, aunque después olviden hasta tu nombre!

La tarde transcurrió entre cervezas y el sonido del sax, persistente y juguetón, que parecía reírse de nosotras dos, también.

Hacía un buen clima y la calle era tranquila; a ratos parecíamos olvidar la presencia de Raymundo, perdidas entre las nubes etilicas y el recuerdo de los momentos que se acumulaban formando nuestras biografías.

Incluso cuando recordabamos brindar, mirabamos de reojo a la mesa de junto, donde Raymundo intentaba recuperar un amor perdido.

- Ni siquiera siento celos, más bien me da algo de pena...- Y es que la chica a la que pretendía Raymundo lo presentó como "mi mejor amigo de toda la vida".

Mientras nos alejabamos del lugar, cuando grité su nombre y todos voltearon, pensaba en aquello que dice Rilke. ¿En verdad podemos amar los jóvenes?

"...También es bueno amar, pues el amor es cosa difícil. El amor de un ser humano hacia otro: esto es quizás lo más difícil que nos haya sido encomendado. Lo último, la prueba suprema, la tarea final, ante la cual todas las demás tareas no son sino preparación. Por eso no saben ni pueden amar aún los jóvenes, que en todo son principiantes. Han de aprenderlo. Con todo su ser, con todas sus fuerzas reunidas en torno a su corazón solitario y angustiado, que palpita alborotadamente, deben aprender a amar.

Pero todo aprendizaje es siempre un largo período de retiro y clausura. Así, el amor es por mucho tiempo y hasta muy lejos dentro de la vida, soledad, aislamiento crecido y ahondado para el que ama. Amar no es, en un principio, nada que pueda significar absorberse en otro ser, ni entregarse y unirse a él. Pues, ¿qué sería una unión entre seres inacabados, faltos de luz y de libertad?

Amar es más bien una oportunidad, un motivo sublime, que se ofrece a cada individuo para madurar y llegar a ser algo en sí mismo; para volverse mundo, todo un mundo, por amor a otro. Es una gran exigencia, un reto, una demanda ambiciosa, que se le presenta y le requiere; algo que le elige y le llama para cumplir con un amplio y trascendental cometido. Sólo en este sentido, es decir, tomándolo como deber y tarea para forjarse a sí mismo "escuchando y martilleando día y noche", es como los jóvenes deberían valerse del amor que les es dado.

Ni el absorberse mutuamente, ni el entregarse, ni cualquier otra forma de unión, son cosas hechas para ellos -que por mucho tiempo aún, han de acopiar y ahorrar. Pues todo eso es la meta final. Lo último que se pueda alcanzar. Es tal vez aquello para lo cual, por ahora, resulta apenas suficiente la vida de los hombres.

Pero en esto yerran los jóvenes tan a menudo y tan gravemente. Ellos, en cuya naturaleza está el no tener paciencia, se arrojan y se entregan, unos en brazos de otros, cuando les sobrecoge el amor. Se prodigan y desparraman tal como son, aun sin desbrozar, con todo su desorden y su confusión... Mas ¿qué ha de suceder luego?

¿Qué ha de hacer la vida con ese montón de afanes truncos, que ellos llaman su convivir, su unión, y que, de ser posible, desearían poder llamar su felicidad, y aún más: su porvenir? Ahí se pierde cada cual a sí mismo por amor al otro.

Pierde igualmente al otro, y a muchos más que aun habían de llegar. Pierde también un sin fin de horizontes y de posibilidades, trocando el flujo y reflujo de posibilidades de sutil presentimiento por un estéril desconcierto, del cual ya nada puede brotar. Nada sino un poco de hastío, desencanto y miseria, y el buscar tal vez la salvación en alguno de los múltiples convencionalismos que, cual refugios abiertos a todo el mundo, dispuestos están en gran número al borde de este peligrosísimo camino..."

De camino a casa un muchacho me hizo la plática. "¿Cómo te llamas?... No me tengas miedo! Yo me llamo..."

"Ya tengo que irme", le dije... y crucé la calle sin mirar hacia los lados y sin decirle mi nombre, presa de un miedo atroz. Miedo de amar, quizá. Miedo de que olvidara mi nombre poco después de pronunciarlo en voz alta.

D.

Una mujer que caminaba sobre las vías

Se llevó a cabo la fiesta de fin de año de la oficina en la calle de Ferrocarril de Cuernavaca. La verdad yo no ubicaba mucho el rumbo, pero...