Hormigas

 René recorrió el borde del sillón. Tenía hambre pero poco o nada había de comida en los alrededores. Antes, en los primeros tiempos, el almacén de comida estaba lleno. Ahora llovía y el pasto crecía a su alrededor, pero las últimas morusas del pan dulce se habían terminado.

  Los brotes verdes que crecían del piso no eran de su agrado; la esponjosa suavidad de la llanura verde se interrumpía a ratos por otras texturas: el cercado de rejas de alambre que era una enorme cerca que se alejaba del hormiguero; el espejo de ónix negro en donde podías ver reflejadas tus patas o tus antenas, el valle del sol, donde la tibieza del sol daba una idea de si era primavera, invierno o verano. Antonio entró al cuarto: el viejo hotel que les había heredado su tío Pedro era una desgracia: del techo de aquella habitación se desprendía un olor a humedad producto de las vigas roídas por termitas. Un hormiguero surgía del interior de un sillón viejo que fue espléndido en su tiempo; al quedarse sin comida el frigorífico las hormigas se alimentaban de las plantas que crecían, espléndidas, en el rayo del sol junto a la ventana. Antonio valoró si el tío Pedro se quería burlar de él al heredarle semejante desgracia; sacó un bolígrafo para tomar nota de todo lo que había comprar de nueva cuenta, desde un nuevo televisor hasta cada una de las piezas de cama. ¿Lograría hacerlo con el menguado presupuesto que tenía a su disposición?, ¿sería mejor demolerlo todo y comenzar de nuevo? José Carlo operaba una grúa de demoliciones; le gustaba el poder de la enorme piedra al golpear los cimientos de manera perfectamente calculada, consideraba su oficio el más noble y más necesario de los oficios sobre la tierra. "Muchos piensan", se decía, "que construir es la mejor tarea de todas: sí, puede ser vistoso, importante, imponente, pero en destruir encontramos muchas de las cosas más maravillosas del mundo: las posibilidades. Todo lo que puedes crear en un lienzo en blanco, en una hoja que aún no tiene ninguna mancha, ese renglón, ese terreno. Ese espacio que está para crear algo. Si siempre estuviera lo que está, ¿qué chiste? No, no, la verdadera magia de la vida está en poder derribarlo todo, destruirlo, que no quede ni una brisna, que no haya cimiento en pie. Todo lo nuevo puede nacer de ese espacio de posibilidades" José Carlo contemplaba, bucólico, el viejo hotel de Don Pedro. Desde hacía mucho suspiraba pensando en derribar esa estructura vetusta, desde afuera se veían los papeles tapices desgarrados, las cortinas rotas, los herrajes herrumbrosos, los vidrios manchados por la lluvia, la desvencijada madera que seguramente crujía a cada paso. José Carlo tenía años sin poner un pie allí, desde que su difunta tía Carlota pasó por casualidad una temporada en el pueblo y se hospedó un par de semanas en el hotel de Don Pedro. Recordaba los cuadros náuticos, el olor a naftalina y cedro, el piano de la entrada; pero eso tenía años; ahora no había nada parecido. Era un espacio para demoler, estaba convencido: lo decía con la certeza de quien usaba una lupa para quemar hormigas cuando era niño.

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