Yo te prometí, Humberto, que sólo muerta me sacarían de la casa.
Hubiera querido cumplir con mi palabra, como tú lo hiciste, pero ya ves, la chismosa vecina del siete...
Y es que sus gatos comienzan a chillar a todas horas, olfateando, dando vueltas, maullando...
Gatitos marrulleros! Y pensar que yo le regalaba a la del siete las cabezas de pescado que me sobraban cuando hacía ese caldito que tanto te gustaba...
Vino la policía y anduvo preguntando. Primero le dijo a la portera, luego a los de la planta baja. Ellos aseguraron que no, que todo andaba muy tranquilo por acá, como siempre.
Ya ves que con las rentas congeladas casi nunca nadie viene a molestarnos. ¡Pero esos banqueros cochinos! Entiendo por qué te mesabas los cabellos y te desesperabas, mostrandome esos recibos que nunca entendí.
- ¡Nos va a cargar el diablo! - Me dijiste. Y te di una palmadita y te llevé al lecho, donde nos acariciamos haciendo de cuenta que eramos tan jovencitos como cuando tuvimos a Azucena.
¡Hace tanto que no viene la niña!
Antes le hablaba. Le decía que viniera a verte, que te habías puesto malo. Y ella siempre me dijo que si, que pronto, que luegüito, que nada más que llegara la quincena, que nada más que su marido terminara esos negocios que tenía en los estates... siempre me decía que sí, pero nunca me dijo cuando. Era igual de déspota conmigo (¡con su propia madre!) que como lo era con sus novios...
Pero pues le sirvió la estrategia, ya ves... sacó marido rico. Lástima que luego fue pura finta y nada más la sacó de la vecindad para llevársela a una casita pequeñita, como un huevito.
¿Te acuerdas de la casa de la nena, Humberto? Toda blanca, con sus cortinitas de encaje y el piso de loseta pulida y brillosa...
Que contraste con este piso de cemento que ya brilla de tanto que lo he trapeado y barrido. Con estas ventanas que ya estan rayadas y parecen eternamente empañadas. Por eso me dio por ponerle cortinas oscuras, como de duelo.
Deben haber sido los del segundo piso, entonces, los que le dijeron a la policía. Allí si se alcanzaba a oler la peste, a pesar de que nunca dejo las ventanas abiertas.
- ¡Vengan muchachos, al cuarto número 9!
Escuché que gritaron eso en las escaleras y al rato ya estaban acá... ¡Al cuarto! Tanto que nos costó hacer de este sitio un hogar... Una casa.
Me acuerdo de cuando pusiste los anaqueles para mis libros de cocina y mis especieros. También me parece ver de nuevo a la nena haciendole el plisado a mis cortinas, para que se vieran más chulas encuadrando a las macetas.
Ellos no entienden tu juramento, ni tus palabras cuando le dijiste al abogado del edificio que de aquí nos sacarían sólo muertos.
Por eso se me quedó mirando el señor policía cuando vio tu cuerpo en la cama, como habías estado desde hace días, ya ni cuento cuantos, cuando esa maldita enfermedad acabó contigo y te llevó a rendir cuentas con el señor.
Desde hace tantos días...
Luego por fin vino la nena y se puso a llorar mientras me acariciaba el cabello. Yo sólo pude decirle que todo estaría bien, que todo estaría bien, aunque sabía que no era cierto, porque no había podido cumplir con mi promesa.
Ahora estoy en este lugar de paredes blancas... No, no es la casa de tu hija, Humberto, pero se parece... también tiene losetas blancas, brillosas. Todos me tratan con paciencia infinita. Ahora sí, Humberto, creo que podré cumplir. De aquí sí... sólo me sacarán muerta.
D.
Hubiera querido cumplir con mi palabra, como tú lo hiciste, pero ya ves, la chismosa vecina del siete...
Y es que sus gatos comienzan a chillar a todas horas, olfateando, dando vueltas, maullando...
Gatitos marrulleros! Y pensar que yo le regalaba a la del siete las cabezas de pescado que me sobraban cuando hacía ese caldito que tanto te gustaba...
Vino la policía y anduvo preguntando. Primero le dijo a la portera, luego a los de la planta baja. Ellos aseguraron que no, que todo andaba muy tranquilo por acá, como siempre.
Ya ves que con las rentas congeladas casi nunca nadie viene a molestarnos. ¡Pero esos banqueros cochinos! Entiendo por qué te mesabas los cabellos y te desesperabas, mostrandome esos recibos que nunca entendí.
- ¡Nos va a cargar el diablo! - Me dijiste. Y te di una palmadita y te llevé al lecho, donde nos acariciamos haciendo de cuenta que eramos tan jovencitos como cuando tuvimos a Azucena.
¡Hace tanto que no viene la niña!
Antes le hablaba. Le decía que viniera a verte, que te habías puesto malo. Y ella siempre me dijo que si, que pronto, que luegüito, que nada más que llegara la quincena, que nada más que su marido terminara esos negocios que tenía en los estates... siempre me decía que sí, pero nunca me dijo cuando. Era igual de déspota conmigo (¡con su propia madre!) que como lo era con sus novios...
Pero pues le sirvió la estrategia, ya ves... sacó marido rico. Lástima que luego fue pura finta y nada más la sacó de la vecindad para llevársela a una casita pequeñita, como un huevito.
¿Te acuerdas de la casa de la nena, Humberto? Toda blanca, con sus cortinitas de encaje y el piso de loseta pulida y brillosa...
Que contraste con este piso de cemento que ya brilla de tanto que lo he trapeado y barrido. Con estas ventanas que ya estan rayadas y parecen eternamente empañadas. Por eso me dio por ponerle cortinas oscuras, como de duelo.
Deben haber sido los del segundo piso, entonces, los que le dijeron a la policía. Allí si se alcanzaba a oler la peste, a pesar de que nunca dejo las ventanas abiertas.
- ¡Vengan muchachos, al cuarto número 9!
Escuché que gritaron eso en las escaleras y al rato ya estaban acá... ¡Al cuarto! Tanto que nos costó hacer de este sitio un hogar... Una casa.
Me acuerdo de cuando pusiste los anaqueles para mis libros de cocina y mis especieros. También me parece ver de nuevo a la nena haciendole el plisado a mis cortinas, para que se vieran más chulas encuadrando a las macetas.
Ellos no entienden tu juramento, ni tus palabras cuando le dijiste al abogado del edificio que de aquí nos sacarían sólo muertos.
Por eso se me quedó mirando el señor policía cuando vio tu cuerpo en la cama, como habías estado desde hace días, ya ni cuento cuantos, cuando esa maldita enfermedad acabó contigo y te llevó a rendir cuentas con el señor.
Desde hace tantos días...
Luego por fin vino la nena y se puso a llorar mientras me acariciaba el cabello. Yo sólo pude decirle que todo estaría bien, que todo estaría bien, aunque sabía que no era cierto, porque no había podido cumplir con mi promesa.
Ahora estoy en este lugar de paredes blancas... No, no es la casa de tu hija, Humberto, pero se parece... también tiene losetas blancas, brillosas. Todos me tratan con paciencia infinita. Ahora sí, Humberto, creo que podré cumplir. De aquí sí... sólo me sacarán muerta.
D.
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