Allí, en la tierra, tan apacible que nadie sospecharía nunca, nada.
Allí, bajo el calor del sol y, casi parecería, expuesto totalmente, está el nido de la serpiente.
En su interior duermen hechas un ovillo las nuevas serpientes, esperando dentro de sus blanquecinos huevos el momento exacto de salir al sol. De exponer sus pieles nuevas y reptar por la tierra, su hogar.
¿Quién quiere destruir ese recinto privado? ¿Vas a decirme que no son tiernas con sus pequeños ojitos brillantes y esa forma feroz de abrir la boca, como quien se va a comer el mundo? El huevo de la serpiente es hermoso y ligeramente verde. Es pequeño y tiene unas simpáticas manchitas, que cualquier biólogo miraría encantado.
La serpiente, por su parte, se enrosca cuidadosa sobre sus huevos y mira el cielo azul, permanentemente sin nubes; ella sabe que no lloverá en un buen tiempo. Ella puede olfatear la lluvia y también siente la vibración del aire tibio, lleno de esa arena perniciosa, que se cuela en todas partes.
Ya quisiera uno tener alguna certeza, ya quisiera uno poder alcanzar alguno de esos estados de gracia y paz que alcanzan las serpientes en sus huevos, mientras esperan el momento justo de salir a conquistar al mundo, de clavarle el diente, de llenar con más nidos de serpientes el amplio extenso territorio que un día reclamarán como suyo.
D.
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