La naturaleza de la hoja en blanco.
El poder congelante del vacío.
El escalofrío de la mente, atrapada en el silencio, en la ausencia de palabras.
La sofocante convicción de que la boca se ha vuelto arena.
¿Y ese prado floreciente de letras? ¿Y esa primavera de ideas en que las frases se cortaban como racimos de uvas maduras?
Flores a la vera del camino con los que formábamos ramilletes para entregarle a los desconocidos, que nos sonreían, dichosos.
Aún las ideas que dejábamos sin cortar exhalaban sus perfumes licenciosos.
¿Fue una mordida voraz de serpiente lo que envenenó las palabras?
Nuestra mano cayó sin fuerza, dejando caer la pluma seca.
Los dedos quedaron entumecidos y el alma agrietada. Por la nariz escapó un último aliento.
La antes ágil lengua quedó inerme ante el editor que manipulador y socarrón te reta detrás del cristal, dando vueltas en su asiento giratorio:
- ¡Escribe! ¿No que muy fácil? ¡Escribe!
También te lo grita tu editor interno: sólo sientante allí y escribe.
Pero nada, una sequía, un invierno.
De repente, en esa multitud de asientos verdes y caras desconocidas, te llega un olor dulzón y ácido: la señora junto a ti lleva una bolsa de nanches, esas frutillas amarillas que eran tu deleíte de la infancia.
El océano congelado de palabras comienza a derretirse y cruzan en tu memoria los azulejos verdes donde paseaban las tortugas, el columpio blanco con su cadena negra, la nieve de nanche o de limón que se derretía en minutos ante el calor de Veracruz.
No, no es el fin de la sequía, pero se siente bien recibir un chubasco de ideas en esta desolación, este desierto.
D.
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