De mis flirteos con el magisterio

Cuando era niña, como muchas niñas, supongo, me planteaba la posibilidad de ser maestra.

Claro, también quería ser recepcionista de un hotel, cantante, decoradora de interiores, extraterrestre, robot y ángel (según yo, extraterrestre, robot y/o ángel, ya era)

Pero la profesión que tenía más cerca era la de maestra. Porque mis papás eran maestros. Porque veía maestros todo el día. Porque enseñar se me hacía "fácil". Porque le veía sentido a esa labor de que todos tenemos algo que aprender y todos podemos darnos a la tarea de enseñar.

¿Qué se necesitaría?

Según yo, sólo se necesitaba una buena dosis de ánimo y paciencia.

Así que, sin más, cuando en la secundaria me preguntaban "¿Qué quieres ser cuando seas grande?" muchas veces respondí: "Maestra".

Hasta que un día un  chico me dijo: "¿Maestra? ¿No se te hace que das para MÁS?"

¿Dar para más? ¿Cómo? ¿A qué se refería? ¡Si ser maestro era lo mejor del mundo!

Creo que fue por esas épocas que me empecé a dar cuenta de que los maestros no recibían exactamente el reconocimiento social que yo creía, de los que me parecían totalmente merecedores en mi infancia.

Esos días del maestro, que tan emocionantes se me hacían con su repetición del bailecillo de día de las madres y alguna pieza oratoria improvisada eran apenas un menudo paliativo en una existencia que podía llegar a ser bastante ingrata.

Aunque en mi caso nunca puse apodos o fui grosera con los maestros, poco a poco se me fue develando una serie de inconvenientes de la profesión magisterial que mis padres habían callado de manera muy cuidadosa. O quizá (más probablemente) yo nunca había hecho caso de las menciones al salario, a la burocracia reinante en el sistema escolar, al competitivo mundo de favores y escaramuzas con los compañeros maestros, a la tos persistente que dejaba el gis al ser pasado docenas de cientos de veces al día por el pizarrón verde. (Sí, casi toda mi educación se plasmó en pizarrones verdes)

Para la prepa ya había llegado yo a la conclusión de que ser maestro era una tarea las más de las veces, pesada; si no es que bastante frustrante.... No sólo el salario parecía inequitativo para el manojo de responsabilidades y retos, sino que el desprestigio social de la profesión era cada día más claro: se esfumaba la línea divisoria de respeto que solía haber entre maestros y alumnos. A mis ojos, conforme se avanzaba en niveles educativos, menos posibilidades había imitar esas películas que tanto me conmovieron en mi infancia: "Al maestro con cariño", "La sociedad de los poetas muertos" y libros como "Corazón, diario de un niño".

No, esos eran puros cuentos.

Veía a mi padre quejarse del sistema de direcciones, subdirecciones, sectores y demás jerarquías... veía a mi madre corregir horas y horas de exámenes, trabajos y preparar clases.

Horas y horas restadas a su supuesto "descanso".

En la universidad, cuando me entusiasmó la idea de ser ayudante de profesor, probé en carne propia preparar la clase, regresar docenas de trabajos con faltas de ortografía y construcciones sintácticas incomprensibles.

¿Podría ser maestra, una vez dicho lo anterior?

Seguro sí. De hecho estoy casi segura de que volveré a las aulas en algún momento de mi vida. Hasta el momento me he escapado de la tarea de dar clases, aunque sé que, en cierto modo es cierto lo que concluí de niña, con mis primeras intuiciones: todos tenemos algo que aprender y todos tenemos algo que enseñar.

D.

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