Los secretos tras las orlas de reseda

Tras los dos arcos de piedra se veía, cerca de cinco metros hacia atrás, una pared aplanada en cemento gris, curiosamente contrastante con la derruida condición del resto de las paredes y los pisos de la vecinidad, visiblemente desgastados por el tiempo, que, inclemente, fue mordiendo adoquines, baldosas, fierro y piedra.

El amplio vano, a modo de tragaluz, dejaba ver que el edificio se continuaba hacia arriba al menos tres pisos más, cuyo silencio daba a conocer que sus moradores no estaban en casa, o que, de encontrarse por allí, guardaban un discreto silencio que, combinaba con el discreto exterior de la vivienda.

En el frescor de las escaleras apenas y se adivinaba que era un edificio lleno de locales con personas trabajando de manera constante y laboriosa, ocupados en la renovación vital de la mercancía de los comercios cercanos al centro histórico, donde abundaban las tiendas para novias y las casas para quinceañeras, en las cuales, filas de mujeres parpadeaban, atónitas, ante las vidrieras de crinolina y lentejuela.

Esas familias, que acudían en rituales sabatinos o incluso suspendían un día de sus labores habituales para ir de compras y proyectaban sus pensamientos sobre lo que, quizá, sería el acontecinmiento más grande de sus vidas, sólo superado por su propia boda, donde la belleza del vestido de la novia no podría ser eclipsado por la tortura de andar todo el día las zapatillas, provocando unas bien merecidas ampollas por bailar toda la noche.

El dolor en los callos, la desmesura de las damas de honor en su intento por atrapar el ramo, la sosa disposición de la comida en tres tiempos (sopa de champignones, plato fuerte y pastel) era un horizonte posible, pesé a los gastos que implicara dicho esfuerzo para la familia... Los vestidos coloridos de oropeles parecían testigos mudos de aquello.

Los sueños circulantes en las tiendas se hubieran congelado en frío de saber de que sitios provenían los ramos, pues las orlas de reseda y las perlitas nacaradas, vagaban antes que en los salones de espejos, en oscuras vecindades, con techos altos, olor a thiner, desorden de telas, listones y cuentas de colores donde la música de banda era la ley.

Yo estuve allí y conocí a la señora Caro, que arreglaba el vestido mi abuelita para un evento familiar... Llegamos por recomendaciones y mientras esperaba las últimas puntadas invisibles de doña Caro, me puse a pensar que hacía mucho no iba con una modista, para probarme trajes de fiesta, ni me pasaba la tarde en el salón, ocupada en la ociosa tarea de llenar mi cabeza de caireles mientras leía revistas de chismes y consejos de belleza.

D.

2 comentarios:

Espaciolandesa dijo...

Mandarse hacer un vestido o traje a la medida debe ser como ir con el peluquero a que te rasure o te corte el pelo con navaja.

Cosas ya no tan comunes en estos días u_u

Darina Silver dijo...

Pequeña:

El vestido no fue hecho a la medida... Nos cobraron unos cuantos pesitos para arreglarlo, porque mi abuelita es chaparrita y no quería que el vestido se le arrastrara... Además le tuvieron que quitar tantito de los tirantes, para que le hiciera buen talle.

D.

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